Descrita por Andrés Manjón en su libro «Cosas de antaño contadas ogoño; Memorias de un estudiante de aldea» (Granada, 1921)
Tenía Sargentes una modesta casita para escuela de niños y niñas, que ocupaba el piso bajo, dejando el principal para el señor maestro y su familia. Esta escuela estaba dotada con fincas del pueblo, cuya renta, destinada para el maestro, ascendía a 18 fanegas de pan mediao, y cuyas tierras, vendidas por el Estado desamortizador, valieron 9.000 pesetas. Esas tierras eran legados de almas piadosas, con encargo de que el maestro y los niños rezaran por ellas. La habitación destinada a casa estaba en bajo y tenía por suelo la tierra, que por ser polvorienta, cubrieron con lanchas los vecinos; por techo, unas vigas y ripias de duela, sin afinaciones de garlopa ni ajustes de cielos rasos; las paredes estaban enjalbegadas con tierra blanca; las mesas eran tres, obra prima del maestro, quien era carpintero de afición, y la capacidad calcúlela el que sepa, pues tenía de ancha cuatro varas, de larga siete y de alta tres y media, sin otro respiradero que una ventana de una vara que daba al mediodía, por donde entraba la oscura luz a aquella mísera y lóbrega estancia. Gracias que para evacuar y por las entradas y salidas del maestro y de los que con él iban a conversar, se renovaba algo el aire, que al poco tiempo de entrar los niños se mascaba y olía, y no a ámbar. Los peritos en higiene decían que así convenía para que no hubiera frío en invierno.
El maestro de aquella lóbrega y angustiosa escuela era por aquellos tiempos un vecino de Rocamundo, casado y con tres hijos, sin título alguno, de unos cuarenta años, alto, nervioso y escueto, muy enérgico, de cara tiesa, voz de autoridad, con tono de mal humor y asomos de riña, quien sabía hacer letras pero sin ortografía; leer pero sin gusto, y calcular pero en abstracto, y sólo con números enteros, hasta dividir por más de una cifra. Para que los niños aprendieran a leer había unos carteles ahumados, y después el libro que cada uno se proporcionaba, siendo frecuente que los chicos llevaran las Bulas de la Cruzada y Difuntos, y de manuscritos, las escrituras, testamentos, etc. antiguos que les proporcionaban sus padres y abuelos. También se estudiaba de memoria el catecismo del Padre Astete y el resumen de Historia Sagrada por Fleury, pero sin que nunca se explicara ni obligara a discutir y pensar en esto ni en nada de lo que se leía o recitaba. El señor maestro se sentaba en un sillón magisterial, obra de sus manos, y allí fumaba (pues era un fumador impenitente), conversaba con cuantos venían a pasar el rato, salía a tomar el sol y aire a la calle, encargando a los muchachos que leyeran a voces, y si acaso el guirigay cesaba, él entraba furioso en clase, empuñando las disciplinas, y a todos zurraba hasta ponerles las orejas encarnadas, con lo cual se renovaban los gritos, el maestro desfogaba y se volvía a salir para airearse, según los tiempos.
No era nuestro maestro manco ni flojo y con frecuencia iba al monte de Sargentes, Ayoluengo o Rocamundo, y a cuestas traía madera que labrar, para hacer bancos, sillas, vasares y otros muebles que labraba en la escuela y vendía fuera. Estas faenas las hacía en mangas de camisa y junto a la ventana, privando de luz a la clase. También usaba escopeta y de vez en cuando salía de caza, o simultaneaba ésta con la de leñador, y además era pescador de cangrejos con retel y a mano, y tenía otros oficios. En estas ausencias quedaba la señora maestra encargada de la escuela, y si había algún asomo de indisciplina, así como cuando no se repetía bien la lección de memoria o faltaban las cebollas de algún huerto, el señor maestro usaba la palmeta, con la cual daba en las palmas de las manos y en las uñas de los niños, sin que jamás se rompiera el odiado instrumento, y eso que los buenos muchachos habían oído que cruzando las palmas con dos pelos las palmeta saltaba hecha pedazos.
Como la dotación era escasa, el señor maestro reunía varios cargos y oficios con los cuales medio vivía, pues era maestro de escuela, sacristán, cantor, campanero, relojero, barbero, carpintero, cazador, pescador, secretario, amanuense y lector de familias y soldados, y el factótum del pueblo, todo con letras mayúsculas y minúsculas retribuciones. ¿Cuánto ganaba, dirá alguno? De ocho a diez reales, mal contados, salvo algunos regalillos de asaduras y salchichas cuando la matanza, y de leche y requesones en tiempo de quesos y ordeños de las ovejas…’
(Tomado del blog Algodehistoria-avemaria)